Revista: CHILE forestal
Julio –
Agosto 2002 #292
A
SOLAS CON LA NATURALEZA
Por
Ricardo San Martin Z.
Fue a estudiar
durante un año la reacción del hombre en soledad frente al entorno de
una isla austral de Chile y el canadiense Robert Kull regresó a la
civilización con una renovada actitud espiritual que hoy quiere
compartir con sus semejantes.
Lo que hizo Robert Kull limita en
lo descabellado. A nadie, salvo a este canadiense de 55 años y con la
pierna derecha ortopédica, se le hubiera ocurrido venir a los canales
australes de Chile para vivir en solitario durante un año en una
pequeña isla (más bien un montón de tierra que apenas supera el nivel
del mar), a fin de realizar una especie de investigación
sicológica-filosófica-ecológica en el marco de un doctorado para la
Universidad de British Columbia, de Vancouver.
Pero, en el fondo, ésa fue una
excusa, porque su alma aventurera y amante de la naturaleza lo llevó a
buscar un lugar apartado y no contaminado por el hombre -sin importar
la siempre constante amenaza del clima- para entrar en una
introspección y conectar así lo más puro de su ser con el entorno
salvaje, teniendo como única herramienta de sobrevivencia
el instinto de seguir respirando entusiasmado por sacar adelante el
proyecto y compartir con sus semejantes la intensa experiencia, basada
en tres objetivos: la búsqueda personal de su alma, la integración del
conocimiento académico con los distintos niveles de vida en soledad y
la protección del medio ambiente en función de sentir la naturaleza
íntimamente, como una manera de cambiar la óptica del mundo.
Eligió una islita ubicada frente a
la Península Staines, a 10 horas de
navegación desde Puerto Natales, en las cercanías de las Torres del Paine y del Parque Nacional Bernardo O'Higgins, en la XII
Region.
Ahí llegó en febrero de 2001
apoyado por la Armada de Chile y por la Corporación Nacional Forestal.
Se le indicó varias veces lo peligroso que significaba dicha empresa
para su vida, pero Robert Kull ya estaba decidido. Entonces comenzó lo
que para él fue un año excepcional y gratificante en cuanto a
desarrollar las sensibilidades de una existencia espiritual, más allá
de las bajas temperaturas, de los agobiantes temporales de lluvia y del
insoportable viento, tanto así que sólo tuvo unos 20 días de sol, no mas, durante toda su permanencia.
Desembarcó de la nave de la Armada
con dos mil kilos de carga, resumidos en materiales de construcción,
víveres, balones de gas, tambores de bencina, un bote, un teléfono
satelital, un computador y un gato, felino recomendado como compañero
para que detectara la presencia de la marea roja en los peces, antes de
que el alimento marino fuese ingerido por él. Al final, se
transformaron en grandes amigos, a tal punto que al término del
proyecto el canadiense envió a Cat (como
lo bautizó) a Los Ángeles, EE.UU., a la casa de una amiga. La mascota
-no acostumbrada al cemento y al tráfago de una ciudad- se desorientó,
perdiéndose en las calles de LA.
La primera tarea del norteamericano
fue construir un refugio (palafito de 3 x 4 metros) y lo construyó con
nylon, luego de pasar la noche inicial en una carpa inundada por la
subida de las aguas y con un frió que casi no le permitía moverse. Fue
la peor y la más larga noche vivida en esa inhóspita isla de 200 x 300
metros de espesa vegetación, casi impenetrable. Una sola vez se atrevió
a cruzarla y demoró dos horas.
Dura, por cierto, resultó la
estadía al borde de la resistencia humana. Sin embargo, paralelamente
Kull registró en sus sentidos los mas
bellos paisajes y sensaciones extasiantes
nunca antes vividas gracias a la armonía con el entorno. Como el lo
explicara posteriormente, no tomo a los elementos de la naturaleza como
enemigos, sino como aliados, y jugó -entonces- con el viento (con su
caña de pescar elevó un volantín, desafiando la fuerza de Eolo, hasta
perderlo visualmente entre la densa niebla), y disfrutó del frío (se
maravilló con el mar congelado), y agradeció a la lluvia (era su única
fuente de agua dulce), y se deleitó con los ruidos ambiente (del
silbido del viento, del repiqueteo de las precipitaciones, del parloteo
de los quetros, de los gritos de los lobos marinos, del canto de los
delfines, del crujir de las ramas del Ciprés de las Guaitecas, en fin).
En un primer tiempo buscó actividad
para entretenerse. Reparaba el kayak. Estudiaba el movimiento de los mauchos (una especie de caracoles). Leía.
Cortaba leña. Hacía excursiones. Viajaba entre los fiordos. Meditaba.
Hasta que un día se dio cuenta que no estaba ahí para seguir con el
comportamiento habitual de un ser humano en comunidad. No. Lo que él
quería era abrir su corazón, sus sentidos y su espíritu, y para eso era
necesario la contemplación, ni siquiera pensar, y la interacción con lo
que le rodeaba.
Fue en ese período que logró lo que
buscaba: sentir que su alma formaba parte de la naturaleza, pero no de
la naturaleza entendida como vegetación, sino de la existencia de algo
no material en mancomunión con el
universo. Y ello -a su juicio- se halla en cualquier parte: en
aislamiento, en el confín del mundo, en un bus o detrás de un
escritorio. Únicamente se requiere tener la disposición de hacer un
viaje al interior de unos 20 minutos diarios respirando profundamente,
sintiendo la vida y evitando la invasión de pensamientos. Así se puede
conseguir una unión de la naturaleza propia con la de la creación, más
allá de cualquier fe religiosa que uno profese (Kull practica el
budismo).
Pese a todo, igualmente debió
sufrir los rigores de la vida terrenal, como cuando le sobrevino una
infección dental, con los consiguientes malestares. Durante días
escabullo lo que el canadiense de antemano sabía: recurrir a la siempre
escalofriante extracción. Con un hilo atacado al diente y el otro
extremo a la pata de una mesa, el hombre ya casi desfalleciente ejerció
una corta, pero vigorosa presión al cordón que la pieza quedó en
segundos colgando, al tiempo que colgaba de su boca un hilo de sangre.
Un buen trago de whisky limpió la herida y
calmó el dolor.
Una situación también desesperante
quedó estampada en su bitácora, aquélla que lo mantuvo en ascuas
durante meses ante la posibilidad de concluir abruptamente el proyecto
de vida en solitario. Debido a la alta
humedad de la isla, las rocas, las piedras y el terreno en general se
encontraban tapizados con musgo, y -en consecuencia- muy resbaladizo
para caminar, tanto que en una de las salidas del refugio su pie se
deslizó sin control cayendo con todo el peso del cuerpo sobre el hombro
derecho. Pensó que se había fracturado, pero en definitiva fue un
profundo y doloroso desgarro muscular, que lo obligó a hacer ejercicios
día y noche para aliviar el sufrimiento.
La tecnología, de la cual no pudo
sustraerse por completo, le salvó la "vida" frente a estas dos
vicisitudes. El teléfono satelital y el computador le permitieron
enviar e-mails tanto a su amiga en Los
Ángeles como a la CONAF XII Región para
solicitar consejos tendientes a superar prontamente estos malos ratos.
Además, como requisita para la realización de este riesgoso proyecto,
la autoridad le impuso remitir un correo electrónico el primer día de
cada mes, a fin de certificar su buen estado de salud. De no haber
sido, la Armada lo había ido a buscar pensando en lo peor: la muerte.
Ambos aparatos funcionaron gracias
a paneles solares que Robert Kull llevó y a molinos de viento
fabricados por él para la generación de energía. De esta manera cargaba
dos baterías que enviaban electricidad a una ampolleta, pudiendo así
iluminar los extensos días de oscuridad del invierno (sólo tenía un par
de horas de luz natural). Pero como no podía arriesgarse a quedar sin
potencia para el computador, ante cualquier eventualidad de peligro,
optó por utilizar el gas propano y leña. Arduo trabajo fue recurrir al
producto forestal -ya sea para calefaccionarse,
para cocinar o para iluminarse- porque dada la alta humedad era
tremendamente difícil encontrar un árbol o arbusto apropiado para tales
efectos y porque tampoco quería interferir en el medio ambiente natural
del sitio. Solo usaba como leña aquel material que yacía sin destino en
los alrededores.
Después de 12 meses dejó la isla
tal cual la encontró. Tomó toda la basura, la embaló y se la llevó
consigo, cumpliendo su intención de no alterar los ecosistemas del
lugar.
Se retiró pletórico del islote tras
alcanzar las metas propuestas, principalmente aquélla de encontrar la
felicidad en sí mismo y no en las cosas exógenos, y dejando a un lado
la altanería del hombre por dominar todo, pese a que la naturaleza y el
orden del universo le han dado una y mil veces muestras de su limitado
rango de acción.
La
alegría de existir en armonía lo llevó a pensar por un momento en
quedarse ahí para siempre. Pero no. Sabía que su naturaleza civilizada
tarde o temprano le reclamaría. Por lo tanto, tomando una profunda
bocanada de aire helado, como congelando ese aroma marino en sus
pulmones y en su mente, y dando vuelta la cabeza por última vez para
mirar la playa donde logró la renovación espiritual, enfiló después con
paso firme hacia el buque que lo esperaba para llevarlo a vivir
nuevamente en sociedad, pero ahora con una visión del mundo diferente
que pretende compartir con sus semejantes. •